El gran afinado, Alejandra Pizarnik


– Conocer el volcánvelorio de una lengua equivale a
ponerla en erección o, más exactamente, en erupción.
La lengua revela lo que el corazón ignora, lo que el
culo esconde. El vicariolabio traiciona las sombras
interiores de los dulces decidores –dijo el Dr. Flor
de Edipo Chú.
– Usted prometió enseñarme a pintar con un pincel, no
con la lengua –dijo A. 
(...) 
– Lo que yo quiero es sombrear –dijo sombría.
El bocaza cerró la boca, tragó la mosca y sonrió en
tanto rescataba sus demás facciones.
– Lejanita, sombrear sombras es el callado deseo
máximo de todo gran artista. (...) 
(...) 
– No sos más que una niña que no debe saber la
respuesta a su pregunta –dijo blandiendo el páncreas
de un pollo como si fuera el Santo Graal.
– Pienso en la anémona, en la balsamina, en esa flor
niña que llaman aciano. Evoco una camelia pegada con
scotch-tape encima de una dalia.
El Dr. Chú se puso a temblar, acometido por la gama
completa de los chuchos.
– Usted anocheció –dijo A.–. Su cara es color turchino
carico.
– ¿Por qué no me dijiste antes que hablás la lengua
del danés Dante? –dijo el dueño de un repentino
prurito.
– Porque no la hablo –dijo A.–. Ahora hay un color
incarnato paseándose por su cara.
– Decís que no sabés el italiano y me decís tamaña
necesidad. Ergo: sabés el italiano.
– Nací reñida con el ergo –dijo A. 
(...) 
– (...) Esto me recuerda, pequeña amiga del viento
Este, que no te pregunté cuáles son las mejores
propiedades de los cuerpos.
A lo cual respondió A.:
– La trompa marina, en los elefantes acuáticos. El
cubo de nieve, en las sombras de las plantas
tropicales. El pozo arlesiano, en la memoria de los
cuervos de Van Gogh. El banco de arena, en los avaros
blandos.