Texto completo del discurso de Juan Gelman al recibir el premio Cervantes de Literatura.
Juan GelmanMajestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro
de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares,
autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas,
amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de
Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta
investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible
esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me
otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el
año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio
Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de
Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, “que es como una doncella
tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa” para don Quijote,
doncella que, dice Cervantes en “Viaje del Parnaso”,
“puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más escura
el alba bella que las perlas cría…
Es de ingenio tan vivo y admirable
que a veces toca en puntos que suspenden,
por tener no se qué de inescrutable”.
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en
este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es
algo verdaderamente admirable en estos “Dürftiger Zeite”, estos tiempos
mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin
preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy,
en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años
muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto
cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero
ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que “un agua fresca rumorea entre
las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del
ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé conoció la desnudez de
los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas
de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que
sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de
claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la
compunción, y tanta belleza cargada de másvida causa el temblor de todo
el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado
muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar
argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo
sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el
país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me
brindaron. Ese es un destino “que no es sino morir muchas veces”,
comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada
noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba
la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a
30.000 personas y cabe señalar que la palabra “desaparecido” es una
sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y
ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus
restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría
entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo
después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones
escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don
Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su
cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su
suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el
prólogo de las Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro
aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me
decía, salvo la mención de sus “alegres ojos”. Comprendí entonces que él
era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar
sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el
papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede
dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia
cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los
trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del
licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva
maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente
ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en “Viaje
del Parnaso” y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un
pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a
querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor
de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y
cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden
ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso
Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran
libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que,
con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo,
pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como
lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios
del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a
la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía
para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la
pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la
imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se
burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que
jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de
sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera
novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades
posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel
Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela
moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la
distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura
del sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la
escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más
humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en
este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan aquellos benditos siglos
que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados
instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el
infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la
cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso
caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y
brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada
bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo
el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante
los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas
de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne
inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha
modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la
aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que
mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las
ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su
lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el
dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega
hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000
civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la
altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con
el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió
tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las
víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto
anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos
son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos
Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor
imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se
da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo
más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que
no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero
se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en
alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra
molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de
vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿”En este valle
de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas
se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio
Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no
acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren
la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España
empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir
una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no
vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos
eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible.
Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el
que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay
recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran
su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las
dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada
familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan
preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué?
¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y
de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad
del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así
prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos
veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley
fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna
que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a pisotear esas leyes
venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un
hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares
de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros
países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el
infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay
que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que
mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están
perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en
el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único
tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el
olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don
Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en
su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución
del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado
en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de
Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus
neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar
asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don
Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque “esto es
enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso”. Hace
unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi
legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río
coagulado, como si los pueblos no vinieran “lastimándolo” desde que
empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana y nunca mañanamos”
agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no
cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje
para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos
y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino,
tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar.
Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del
lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia,
no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en
sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y
nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes,
que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito
de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia
abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en
la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que
lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que
finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento
conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es
un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a
la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por
el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir.
Escribe para vivir.